lunes, 18 de mayo de 2009

COMO VIVEN LOS HOMBRES EL EMBARAZO???


"Podemos vivir la ilusión de colaborar, ir a clases de parto y respirar al ritmo de ella en el parto, discutir de cochecitos y mudadores, hacer yoga, o leer aterrantes libros de consejos paternos, pero nada quita el hecho de que el acto más importante de nuestras vidas se hace a escondidas, lejos de nuestra vista, manos, vientre, que lo hace ella, casi a solas".

Hay una sola pregunta que el marido o el novio de una mujer embarazada no puede responder. Es justamente la pregunta que con más insistencia se le hace una y otra vez: ¿Qué sientes exactamente? ¿Qué tipo de alegría o de perplejidad despierta en ti el embarazo, ese embarazo que otra persona lleva en el cuerpo?

Si el niño o la niña ha sido, como en mi caso, altamente deseado, si es fruto de un acto de amor, si es de alguna manera su propia existencia fetal una promesa de felicidad futura, parece evidente que la respuesta no puede ser otra que: 'Estoy feliz'. Pero esa innegable felicidad no se parece casi nunca a la de la mujer que a tu lado va llevando –con una creciente sonrisa y una cada vez más paradójica libertad–, un peso cada vez mayor, un calor cada vez más ahogante, además de prohibiciones alimentarias, medicinales o deportivas.

Si un hombre cometiera la imprudencia de ser completamente sincero justo cuando no hay que serlo, le diría al que le pregunta ¿Cómo se siente? Que se siente, ante todo, sorprendido, extrañado, completamente asombrado. Acto seguido, con una sonrisa que suavemente se esconde y se apaga –que como un rayo de luna que entre las nubes vuelve a brillar sobre la laguna–, diría que se siente solo, que nunca en su vida se ha sentido con tanta compañía tan solo.

Un amigo que se va

Los hombres se casan, se emparejan para no estar tan solos. Los años te enseñan a golpes a no espantarte ya con las diferencias que te separan de las mujeres, a no luchar contra ellas, a comprender que hay en ellas una angustia ante la muerte, unas absolutas ganas de vivir que se parecen a las tuyas. Aprendes a apreciar esa diferencia, a necesitarla, como esos generales que consultan incluso a sus enemigos porque en ellos encuentran una luz distinta con qué comprender y apreciar la batalla. Después de pelear contra las mujeres, después de rendirse antes ellas (dos posiciones igualmente estériles), se aprende simplemente a ser su vecino, como esos hermanos que los indios o los gitanos se llevaron y vuelven a la casa hablando otra lengua, y comiendo el pan de otra manera, pero en quien sigues reconociendo tu sangre y tus recuerdos. Aprendes a construir con la esposa, o la novia, una sociedad en que cada cual se especializa en un área en la que sabiamente el otro no se inmiscuye. Un siglo de feminismo ha ido, por lo demás, derribando las paredes que nos dividían convirtiendo la identidad sexual en un gigantesco loft, más amplio y moderno, pero también menos privado y más difícil de calefaccionar que el vetusto apartamento antiguo, lleno de muros y closets.

Por un breve momento, los hombres comprensivos y modernos - los asesinos de mujeres son más realistas y ni siquiera lo intentan- pensamos haber superado el miedo ante ese abismo que las mujeres llevan en el centro del cuerpo. Pensamos haber encontrado un compañero de ruta del que no comprendemos todo, pero que a grandes rasgos camina con nosotros hacia el mismo lado. Hasta que, en un gesto de suprema amistad, decidimos juntos emprender la riesgosa tarea de prolongar en el tiempo esta alianza, de transformar - quien sabe por qué tipo de magia- esa complicidad en un nuevo ser que va a ser un poco ella y un poco tú, y ninguno de los dos totalmente. La mujer se embaraza, y toda ilusión de compartir las cosas a medias, se acaba. El feto es suyo y completamente suyo, el dolor, el placer, la alegría y hasta el miedo es de ella y sólo de ella. En el enorme círculo de la vida te convierte en un objeto cuadrado, o rectángulo, que no calza del todo, pero que es al mismo tiempo parte esencial de un proceso que no entiende, que está condenado a no entender.

El embarazo nos recuerda a los hombres el final de la infancia. Los niños jugaban juntos en el patio, o en una calle sin salida, que tenía la ilusión de ser parte de un mismo cuerpo, de tener los mismos intereses, de no separarse nunca más. Luego uno de los niños prefiere mirar a las niñas que las marcas de los autos, otro prefiere leer que jugar al fútbol, otros te abandonan en la fiesta y se van a besar una niña. Los juegos ya no van a ser de todos, ya cada cual por su lado va a jugar su propia pichanga. La infancia se acabó, o peor aún, la infancia se murió. Probamos entonces con la soledad primera, la muerte segura, la del ser que éramos con los otros, que éramos todos juntos y que ya no existe, que es ahora la burla de los adolescentes que fuman, de las niñas que no te miran. El desabrigado mundo en que todos se salvan por su cuenta ha fijado sus reglas, y el niño solo con la pelota, en el portal de su casa, se sabe solo de una nueva manera, marcado por esta primera, por esta primaria soledad del fin de juego.

Emociones parecidas, mezcladas con la alegría y el orgullo de ser macho y haber sido capaz de procrear, siente el padre al ver la primera ecografía. Ya el juego no va a ser de los dos, ya otro, el niño que se supone viene al mundo justamente a jugar, convertirá todo en serio, en definitivo, en verdadero. Mirando flotar a tu hijo en la ecografía, viendo su columna vertebral despegarse y destacarse en medio de las aguas informes, por primera vez eres tú completamente macho - es decir solo- y ella completamente hembra, es decir viva, doblemente y para siempre, viva.

La metamorfosis

Podemos el resto del tiempo jugar a ser iguales, pero por nueves meses (nueve meses que en el fondo son el símbolo de toda una eternidad) no tenemos los hombres y las mujeres nada que ver. La verdadera diferencia entre los sexos, la verdadera identidad femenina empieza con el embarazo, ni un minuto antes, ni un segundo después. Un travesti puede convincentemente cumplir con casi todos los atributos de una mujer, tanto como una mujer puede manejar camiones, pelear en el barro y escupir en un concierto punk. Nuestros disfraces son intercambiables, nuestras pieles son tatuables y transformables. Tenemos mujeres y hombres dos piernas, dos brazos, y dos ojos y ganas y horrores parecidos. Nuestra única diferencia de fondo empieza debajo de la piel, y se puede resumir en una simple cuestión de porcentaje. Mientras en el hombre el porcentaje de órganos y células que tienen como función la reproducción es menor y se concentra debajo de nuestro vientre, en las mujeres la reproducción, la seducción, el sexo, pero también el embarazo y la lactancia, cubre casi todas las partes de su cuerpo. Cuando un hombre engendra, sólo una parte de su cuerpo, una parte que intenta escindirse de él, está involucrada en el juego. Cuando una mujer se embaraza, otro cuerpo, una serie de órganos, una verdadera red de mecanismos complejos se activan y toman sentido. Como un mago va sacando la mujer de su cuerpo espacios que no existían antes, válvulas invisibles, tamaños y colores provisorios que parecen de pronto llevar siglos ahí.

El intento de comprender esta nueva complejidad es inútil. Las mujeres ni siquiera lo intentan, se dejan adormecer, llevar por este accidente que las explica, que les muestra cada día nuevas habitaciones de sí mismas clausuradas y escondidas. Ocupadas en explorarse, el hombre se queda en el umbral de la mansión.

La envidia del útero

Sigmund Freud construyó toda una frágil teoría en torno a la envidia que las mujeres (y según Woody Allen, también algunos hombres) sienten por el pene. Tengo la impresión de que esta teoría, como todas las de Freud, asombrosamente convincente en su pluma, tiene poco que hacer en un mundo en que el poder absoluto del hombre y sus mitos han dejado de ser una realidad tan apremiante y opresiva como la vienesa de finales del siglo XIX. La envidia de la mujer por el pene es una idea provisoria e imprecisa, sobre todo si se la compara con la envidia que sentimos los hombres ante la mujer que engendra.

Morir, comer, dormir, todo eso los machos lo podemos hacer solos, todo eso depende de nosotros. Engendrar, es decir, vivir más allá de la muerte, entregar identidad, empujar más allá de la frontera de nuestra muerte nuestro material genético, en eso tan esencial somos secundarios espectadores, misteriosos depositarios de un milagro del que no comprendemos casi nada.

Engendrar, fabricar vida, multiplicar a la tribu, lo tenemos que hacer con una mujer, eso lo tiene que hacer una mujer. Podemos vivir la ilusión de colaborar, ir a clases de parto y respirar al ritmo de ella en el parto, discutir de cochecitos y mudadores, hacer yoga, o leer aterrantes libros de consejos paternos; nada quita el hecho de que el acto más importante de nuestras vidas se hace a escondidas, lejos de nuestra vista; que lo hace ella, y casi a solas.

La literatura, la música, la poesía, y hasta la política son formas para que los hombres finjamos estar embarazados. Una manera de vivir la experiencia de engendrar, de esperar, de marearse, de sonreír en medio del dolor. Porque llama la atención cómo en todas las ramas del arte, de la religión, de la creación, que los hombres reproduzcamos hasta los más ínfimos síntomas del embarazo. El malestar en los primeros tiempos –compensado por la ilusión–, y después, en la mitad de la espera, esa extraña plenitud física y calma irracional que las mujeres sienten a los seis meses. Y al final, de nuevo la incomodidad y el miedo, y luego el dolor de parto que se olvida rápido y luego la criatura; un partido político, una novela, una sinfonía, un cuadro que se esfuerza en los primeros minutos en parecerse al padre, para luego amamantar de nuestro pecho y volver a ser nuestro y sólo nuestro.

Mediante distintos mecanismos complejos logramos los escritores, los inventores, los creadores de todo tipo, reproducir este ciclo natural que una mujer embarazada vive como si fuese lo más normal del mundo. Nos enseñan estas mujeres embarazadas, que con una sonrisa se convierten en lo que se supone más odiaban ser (una gorda enorme), que nuestra única manera de huir de la muerte, de volvernos eternos, es metamorfosearnos, convertirnos en otro ser. Ese otro ser del que las mujeres tienen la llave, y sienten antes que nadie las patadas y los acomodos. Ese nuevo ser que es de alguna forma ella, ella antes de ser ellos, antes de ser tú también, la línea de sombra - como llama a Conrad el paso de la juventud a la madurez- que no es otra que el cordón umbilical.

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